lunes, 26 de noviembre de 2012

Bancarrota



En el amor, como en la economía, el gran perdedor es el pequeño inversor.
No está acostumbrado a apostar. Y si lo hace, es con miedo y recelo.
La mayoría de veces recurre a consejo ajeno. Ya que no se considera entendido en la materia. Y sigue parámetros difusos que no entiende y ejecuta con convicción espartana.
Convicción y convencimiento propio que irá bien. Que es una inversión segura y que no puede ir mal. Porque sería injusto que al jugador prudente le vaya mal.
Pero el pequeño inversor tiene miedo. Mucho miedo. Porque le ha costado mucho ahorrar todo ese amor. Lo fabrica artesanalmente y con tanto cariño que casi nunca lo saca a pasear, por si se lo roban, lo dañan o lo pierde.
Ese amor no sabe ir solo. No sabe lo que es vivir. Ese amor no se desenvuelve con soltura, es un ‘NiNi’ que jamás se ha buscado la vida. Sacarlo al exterior es como lanzar a un niño a la selva para aprender a andar.
Así lo ve el pequeño inversor del amor. Y sufre, sufre constantemente desde el primer segundo que pisa solo la calle. Y lo sigue a escondidas, le recrimina cualquier movimiento en falso, no le deja hablar con desconocidos y le pega broncas apocalípticas si un día llega tarde y pasado de vueltas. Lo que podría ser una aventura emocionante y agradable, se convierte en un angustioso corto de suspense.
Y digo corto, porque el pequeño inversor del amor tiene prisa. Tiene mucha prisa por llegar a un banco que proteja su angelical criatura. Y los bancos, ya sabemos como son, bonitos por fuera y… bancos por dentro.
Caras de gente amable que te anima a entrar. Argumentos de peso, palmaditas en la espalda, trato de tu a tu, sonrisa, cara de confianza, firme aquí, vuelva cuando quiera a verlo, aquí estará. Te acompañan a la puerta y cierran con llave.
El pequeño inversor del amor sabe que tiene que hacerlo, tiene que dejar que el amor intente crecer y aprender. Pero le cuesta tanto, tantísimo dejarlo ir. Que hace tonterías. Llama al señor del banco al día siguiente, y al otro, y al otro. Pero todavía no hay movimientos. Es cuestión de tiempo, le dicen. Ya llegará.
Y el pequeño inversor del amor sólo sufre. Porque está convencido que juega al todo o nada. Que si no va bien ahora, nunca va a ir bien. No tiene paciencia y hace locuras. A los quince días el desquicie es tal, que ya ha amenazado al banco con demandarles si no le devuelven lo que es suyo. ¡Pero si se lo lleva ahora, va a perder la mayoría de sus ahorros! ¡Tenga paciencia!
Pero no. No tiene. Porque el pequeño inversor del amor lee los periódicos y ha pasado del miedo al pánico. La angustia lo devora y no puede pensar. Retira su amor raquítico y maltrecho, llevándolo a su guarida. Lo esconde de todos y lo protege, como un Golum con su anillo. Y allí se queda, acariciándolo y lamentándose por haber sido tan imprudente.
El pequeño inversor del amor vive siempre con miedo que su amor salga a pasear, porque siente que es el que más tiene que perder.
Pero tarde o temprano tiene que salir a respirar. Y cuando aparta lo ojos de su ombligo ve al resto de inversores. La mayoría no son como él. No esconden su amor, le sonríen y le dicen que tenga paciencia.
Y él les da la razón. Entiende perfectamente que jamás será feliz si no vuelve a jugar. Porque si no juega, nunca podrá ganar. Lo sabe y le duele en el alma. Pero no puede.
El pequeño inversor del amor respira hondo, mira su criatura que yace dentro del bolso, lo acaricia y vuelve a su cueva.